Notas al programa – 26-27.03.2015

LUCES, COLORES, SOMBRAS

El compositor barcelonés Hèctor Parra es una de las figuras más sobresalientes de la generación en activo. Formado en el Conservatorio Superior de Barcelona y en la Haute École de Musique de Ginebra, resultaría tedioso enumerar todos los premios que ha recibido, como el de la Fundación Ernst von Siemens (2011), o los encargos, por parte de entidades como el Ircam-Centro Pompidou, Klangforum Wien, o el Ministerio de Cultura.

Su música suena en las más importantes salas de Europa, América y Asia, en manos de orquestas como la Tokyo Philharmonic, Brussels Philharmonic, Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Catalunya, Ensemble Intercontemporain o Ensemble Recherche. Es compositor residente del Festival Internacional de Música Contemporánea de Huddersfield 2013, el más importante del Reino Unido en su campo.

La obra de Parra, de enorme energía expresiva, refleja la influencia de innumerables elementos extramusicales, culturales y científicos, relacionados con la física, la química, o las artes liberales, aunque siempre desde una búsqueda estética que trata de reflejar la contingencia y fragilidad de la condición humana, inserta en una experiencia holística de la realidad. Como escribe José L. Besada, “trata de guiar al oyente en un viaje estético que afirma conmover y aumentar sus capacidades cognitivas de escucha, y entender el sonido como una sutil metáfora que podría expresar la totalidad de la realidad circundante”.

Lumières abyssales – Chroma I, compuesto en 2004 como Chroma y revisado en 2006, fue un encargo de la Orquesta Nacional de l´Ile de France. En la escritura, Parra no parece haber dejado nada al azar: cada efecto está esculpido con sumo detalle; es música de cámara para gran orquesta, en la que cada instrumento está usado con pericia, moldeando los recursos para crear un caleidoscopio de timbres.

El sonido parece fluir en el tiempo como el agua, guiado por el activo diálogo contrapuntístico que se da entre el oboe y el primer violín, desembocando a veces en nubes cada vez más densas que, como escribe el propio autor, nos hacen descender hasta las profundidades abisales; y dando paso, otras veces, a destellos, iridiscencias, que nos hacen pensar en los peces luminosos de las profundidades del océano, y que son estímulos de esperanza. Como escribe también Parra, “esta incertidumbre [entre luz y tinieblas] nos parece insoportable, pero aprendemos a vivir con ella y a plantarle cara… La lucha eterna contra esta incertidumbre se convierte en el verdadero motor de nuestra existencia”. El ambiente sonoro que nos envuelve se convierte, así, en una recreación sensorial, un reflejo, de la dualidad en que se mueve incesantemente nuestra conciencia, de la confrontación que, según Heráclito, está en el origen de todas las cosas.

Después de Lumières abyssales – Chroma I, la obra de Parra evoluciona hacia una búsqueda aún más profunda en la plasticidad del material sonoro, de la forma, del gesto. Su música está publicada por Universal Musica Publishing Classical (Durand, Paris) y por la Editorial Tritó (Barcelona), y grabada para sellos como KAIROS, Ars Harmonica y Collegno.

El 7 de agosto de 1912, Sergei Prokofiev estrenó en Moscú su propio primer concierto para piano, inspirado en la obra de su maestro Nikolai Rimsky-Korsakov. La crítica tachó esta obra de superficial, pero ello no frenó la prolífica actividad del compositor de 21 años, aún estudiante del conservatorio de San Petersburgo. Ese mismo año comenzó la composición de un segundo concierto, radicalmente distinto del primero. En su estreno, el 5 de septiembre de 1913 en Pavlovsk, también con el compositor al piano, la respuesta de la audiencia fue variada: como escribiría el propio autor, “la mitad del público silbó y la otra mitad aplaudió”. La crítica reflejó esta reacción, definiendo la obra como “futurista”, una “Babel de sonidos insanos”. Así, tanto para su graduación en 1914, como para el Premio Rubinstein, Prokofiev prefirió volver al concierto nº 1, que ya había sido publicado. Sí tocó el segundo concierto en Roma, a instancias del empresario Sergei Diaghilev.

Al estallar la revolución bolchevique, Prokofiev estuvo una temporada en América, volviendo a Europa en 1920, pasando por Londres y estableciéndose en París. Aparentemente, un incendio que se produjo entonces en la casa petersburguesa del compositor destruyó, entre otras, las partituras del segundo concierto, por lo que el compositor decidió reconstruirlo en 1923 a partir de los apuntes que tenía del material, recopilado desde 1905. No obstante, dado que la obra se había tocado ya dos veces, resulta extraño que todas las copias de las partes orquestales hubieran desaparecido, por lo que cabría elucubrar aún otras razones para esta revisión; de hecho, en 1996 se encontró en el Museo Glinka una versión que se ha identificado como la primera.

Es, pues, la segunda versión la que hoy escucharemos. Estrenada en París el 8 de mayo de 1924, nuevamente con el compositor al piano y Serge Koussevitsky a la batuta, resultó tan distinta que el mismo Prokofiev escribió a un amigo que podría considerarse como un nuevo concierto. No en vano, el bagaje de Prokofiev era otro: el concierto nº 3 ya había visto la luz.

El compositor da muestra en este segundo concierto de un gran conocimiento del potencial del piano, de un fructuoso intento de exploración de nuevas y frescas posibilidades sonoras, partiendo de un maduro virtuosismo romántico y de una capacidad lírica que pueden considerarse herederos de Liszt. El tratamiento colorista de las tonalidades nos retrotrae a la obra de Scriabin, y la potencia percusiva casi primitiva tiene ecos de Stravinsky.

Pero la mayor influencia que se deja sentir es la de Rachmaninov, a quien nos recuerda ya la amplia frase cantábile sobre tresillos que abre el primer movimiento, y la textura acompañante que mantendrá la orquesta durante la mayor parte del concierto. También de Rachmaninov, de su concierto nº 3, que Prokofiev escuchó en 1910, proviene la idea de convertir el desarrollo del primer movimiento en una larguísima cadencia a solo, de las más exigentes repertorio, que inicia también la recapitulación.

Además, tras la cadencia, el pianista no puede descansar: en el segundo movimiento, corto y ligero, mecánico, motórico, plagado de humor, ha de tocar sin tregua, en octavas, del primer al último compás.

El tercer movimiento, ruidoso, poco lírico, emparentado en su ambiente con la Suite Escita (1915), está traspasado por un sarcasmo oscuro y malevolente que se acentuaría con el tiempo en la música del autor; pero el finale nos devuelve a una atmósfera lírica, con melodías angulosas y contrastantes que desembocan en una segunda cadencia del solista. El concierto termina abruptamente, con orquesta y piano tocando al unísono el persistente tema inicial del movimiento.

La versión original concierto estaba dedicada a Maximilian Schmidt, amigo íntimo y compañero de estudios de Prokofiev, cuyo suicidio en 1913 causó un gran impacto en el compositor, quien le dedicaría también la sonata nº 4 para piano (1917).

Entre 1813 y 1818, Franz Schubert había completado seis sinfonías, a pesar de no resultarle rentable, puesto que no llegó a oír ninguna de ellas interpretada por una orquesta profesional. A partir de 1818, y quizá bajo la influencia de las sinfonías 7ª y 8ª de Beethoven, que ya se habían estrenado, pareció reflexionar sobre las implicaciones de componer este género. En los tres años siguientes, trató de componer tres sinfonías, y abandonó los tres proyectos, además de otros muchos fragmentos. El 20 de octubre de 1822 cerró la composición de dos movimientos completos y los esbozos de un Scherzo, que quedarían así para siempre: es la octava sinfonía, “Inacabada”. Regaló la partitura a su amigo Anselm Hüttenbrenner, también compositor, quien había facilitado la concesión a Schubert de la membresía honorífica de la Sociedad Musical de Graz.

¿Por qué Schubert no terminó esta sinfonía, a pesar de vivir aún seis años más?

Hay quien apunta a su diagnóstico de sífilis, que tuvo lugar en aquellos meses, como causante de desmotivación, o a una necesidad de ingresos que le hiciese concentrarse en géneros más productivos. La razón más plausible es, sin embargo, que no supiese cómo continuar la obra: había creado dos movimientos, ambos melódicos, ambos en métrica ternaria, con una concisión formal que le era nueva y un poder dramático que no habría mostrado antes y que iba a marcar su obra posterior, y dotando al sonido orquestal de un resplandor dorado que no se había escuchado hasta entonces; dos movimientos de una naturaleza íntima, ésta quizá relacionada con la enfermedad, que se abría a un mundo nunca antes relacionado con el género sinfónico. Pero los esbozos del Scherzo no están a la altura de los movimientos anteriores, y componer un finale que equilibrase el enorme peso de éstos pudo ser para el compositor un problema sin solución que no se atrevió a abordar. Sí lo hizo cuatro años después, al componer la novena sinfonía, la “Grande”; pero el carácter extrovertido de ésta nada tiene que ver con la “Inacabada”. Aparte de regalar la partitura, Schubert no hizo gran mención de ella en su correspondencia, la obvió como si no correspondiese a su catálogo.

El primer movimiento se abre con una sombra en violoncellos y contrabajos, que da paso a una melodía melancólica, inolvidable, ella también incompleta, tocada por oboe y clarinete sobre nerviosas ondas en las cuerdas; los trombones, cuando aparecen, son un símbolo espectral. Hay pocos momentos de dulzura en este movimiento a la vez lírico y dramático: varias veces parece que nos acercamos a la luz en la tonalidad de sol mayor, pero siempre vuelve el fantasma, la oscuridad.

El segundo movimiento, muy emparentado con el primero en las texturas, comienza más calmado, pero nos pierde enseguida en un laberinto cromático, en el que Schubert se atreve con modulaciones que despistan a nuestro oído: todo en esta música son ilusiones. En la larga coda el compositor apunta nuevas ideas que quizá pretendiese emplear en el finale.

Anselm Hüttenbrenner guardó con gran celo la partitura, hasta que en 1865 permitió que Johann von Herbeck la llevase a Viena, donde se estrenó el 17 de diciembre de ese mismo año. A pesar de la naturaleza conclusiva del final del segundo movimiento, muchos han sido los intentos de completarla: desde August Ludwig (1865-1946) hasta Brian Newbould (n. 1936), pasando por los participantes del concurso convocado por Columbia Records en 1928 con motivo del centenario de la muerte del compositor, y muchos otros, estudiosos y compositores han tratado, durante siglo y medio, de redondear lo redondo, de completar un todo. Y es que a la “Inacabada” no le falta nada para alcanzar la compleción.

Irene Benito

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