Sus nombres no siempre aparecen en los programas de conciertos con la frecuencia que la calidad y sensibilidad de su música haría desear. Desde Leonor de Aquitania y Hildegard von Bingen en la Edad Media, pasando por Isabella Leonarda, Barbara Strozzi, Elizabeth Jacquet de la Guerre durante el Barroco, Nannerl Mozart, Fanny Mendelssohn, Louise Adolpha Le Beau o Cécile Chaminade, hasta Sofia Gubaidulina en nuestros días, grandes creadoras han contribuido a engrosar el repertorio. He aquí una pequeña muestra.
Maria Theresia von Paradis (1759 – 1824) fue una pianista, organista, cantante y compositora austriaca, ciega desde su niñez, que se formó en Viena con Antonio Salieri entre otros. Llegó a ser una de las concertistas de piano más famosas del momento, triunfando tanto en su ciudad natal como en las cortes de París, Londres y otras ciudades europeas. Importantes compositores le dedicaron sus obras, como el propio Salieri, Haydn o Mozart (que escribió para ella, aparentemente, su concierto nº 18). Componía gracias a un sistema especialmente ideado para ella.
La Sicilienne en Mi bemol Mayor, original para cuarteto con piano, es su obra más famosa -aunque la autoría no es del todo clara-, gracias a versiones como la que Jacqueline du Pré popularizó al violoncello.
La pianista Clara Schumann (1819-1896) tuvo un lugar destacado entre los instrumentistas virtuosos de su época, situándola entre los nombres de Franz Liszt, Sigismund Thalberg o Niccolò Paganini, y haciéndola merecedora de la profunda admiración de Goethe, Mendelssohn o Chopin. Su larga carrera la hizo excepcional en una época en que las jóvenes prodigios -que eran abundantes- abandonaban su actividad musical al contraer matrimonio; en el caso de Clara, su trabajo era el sostén económico de la familia. Fue privilegiada intérprete y editora de la música de su marido Robert Schumann -que había visto malograda su carrera pianística al lesionarse mientras trataba de conseguir mayor independencia de los dedos-. Magnífica compositora, no desarrolló más esta actividad por la dificultad para compaginarla con su carrera como concertista y el cuidado de sus ocho hijos, y también por la convicción, propia de la época, de que la actividad creadora no era tarea de mujeres. Esta convicción se agravaba en su caso, al aparecer subordinada al genio de su esposo; aunque, al analizar su música, se perciben influencias cruzadas entre ambos.
Las tres Romanzas Op. 22 para violín y piano fueron compuestas en 1853 con motivo del cumpleaños de Robert, y están dedicadas al violinista Joseph Joachim, con quien Clara tocaba asiduamente, y quien las estrenó considerándolas un “placer divino y maravilloso”.
Lili Boulanger (1893 – 1918) se crió en una familia de músicos de la que la más recordada es su hermana, Nadia Boulanger, también compositora y profesora de muchos compositores y directores importantes del siglo XX. Lili fue alumna del organista ciego Louis Vierne, de su propia hermana -6 años mayor- y más tarde de Gabriel Fauré, de quien su obra recibe gran influencia. Con 19 años se convierte en la primera mujer en recibir el “Prix de Rome”, que antes hubieran recibido Berlioz o Bizet. Su obra muestra una inusitada y precoz madurez musical, marcada por las sucesivas enfermedades que sufrió, desde una neumonía contraída a los dos años que debilitó su sistema inmune, hasta la enfemedad de Crohn que terminaría con su vida a los 24 años.
Las dos piezas que hoy escucharemos son sin embargo luminosas y alegres, con influencia impresionista y atmósferas envolventes.
Rebecca Clarke (1886-1979) se formó como violinista en la Royal Academy y el Royal College of Music, en Londres; más tarde abandonó el violín en favor de la viola, que comenzaba entonces a considerarse como instrumento solista. Una de las primeras mujeres músicos de orquesta, desarrolló su carrera también como solista y en ensembles de cámara, hasta que la II Guerra Mundial la dejó aislada en los Estados Unidos, donde tuvo que trabajar como ama de llaves para una familia. Más tarde se reencontró con James Friskin, compañero de estudios en Londres y miembro fundador de la Juilliard School, con quien se casó en 1944. A pesar de que su producción no fue muy grande (sus obras cenitales son la Sonata que hoy escucharemos, el Trío con piano de 1921 y la Rapsodia para cello y piano de 1923), se considera que es uno de los compositores ingleses más importantes del periodo de entreguerras. Muchas de sus obras no han sido aún publicadas o lo están siendo en los últimos años.
La Sonata para viola y piano, compuesta cuando tenía 23 años -¡el mismo año que las de Bloch y Hindemith!-, fue estrenada con gran éxito en el festival de Berkshire en el mismo año. Fue enviada a un concurso de composición en que todos los jueces la juzgaron favorita aunque no la premiaron, pensando que el nombre era el seudónimo de un compositor masculino, puesto que el hecho de que una mujer compusiese con esa calidad era entonces socialmente inconcebible. El lenguaje compositivo de Clarke es muy personal, influido por Debussy o Vaughan Williams; la escritura es muy cromática, densa, rítmicamente compleja, con empleo de modos y de la escala dodecafónica, y de gran intensidad emocional. La belleza de la obra y su capacidad para mostrar todo el rango y potencial de la viola (sin dejar a un lado la escritura pianística, de gran dificultad) la han convertido en uno de los pilares del repertorio del instrumento. En la primera página de la sonata, Clarke nos deja una cita del poema La nuit de mai (1835), del poeta Alfred de Musset:
Poeta, coge tu laúd; el vino de la juventud
fermenta esta noche en las venas de Dios.
Irene Benito
Deja una respuesta