Notas al programa 12.12.11

El programa de hoy nos presenta tres sonatas que resultaron peculiares, cada una a su modo, en el momento de su concepción.

En la primera mitad del siglo XVIII, la trío sonata (para dos instrumentos melódicos -e.g. violines- y bajo continuo) se consideraba un ideal en cuanto a técnica compositiva, por sus posibilidades en la combinación de contrapunto, armonía y belleza melódica -y quizá también por la identificación retórica de cada una de las tres líneas con las hipóstasis de la Santísima Trinidad-. Tanto en Italia como en Alemania se componen cientos de magníficos ejemplos, entre los cuales los de Johann Sebastian Bach representan la perfección compositiva. Pero, además de la exactitud, Bach buscó la innovación, y su colección de seis sonatas para violín y clave (ca. 1725) es el mejor ejemplo: se conserva en ellas la esencia estructural de la sonata a trío, pero a través de tan sólo dos instrumentos, asignando la que hubiera sido la voz del segundo violín a la mano derecha del clavecinista, y reservando la izquierda para el acompañamiento. Esta condensación obligó a su vez a poner por escrito todas las voces, de modo que las sonatas constituyen quizá la primera obra para instrumento solista en que la escritura del teclado está completa, en lugar de esbozar sólo la armonía. Se diluye además la subordinación del clave respecto del instrumento melódico, convirtiéndose ambos en absolutos iguales. Las seis obras responden al patrón de la sonata de iglesia, en cuatro movimientos, alternando tempos lentos con virtuosos allegros fugados. La sonata BWV 1016 es la que más virtuosismo demanda de parte de los instrumentistas. Su adagio ma non tanto, en do # menor, recuerda poderosamente al del concierto en mi mayor para violín y orquesta del propio Bach.

Hace unas semanas escuchábamos en este mismo ciclo la tercera de las sonatas de Johannes Brahms; la que hoy disfrutaremos fue compuesta dos años antes que la citada, en verano de 1886, y estrenada en Viena ese mismo año por el autor con Joseph Hellmesberger al violín. Es la sonata más corta del autor hamburgués, la única en tres movimientos: el primero de ellos, excepcionalmente luminoso y cantable, entrelaza en su material temas procedentes de lieder del propio Brahms; el bloque central, ingeniosamente construido, contiene en su interior un idílico movimiento lento y después un scherzo, y retorna varias veces a aguas calmadas antes dar paso al sosegado regocijo del Allegretto grazioso. Siendo una obra de madurez, la sonata Op. 100 tiene algo de primaveral, y a la vez de intimidad e introspección, de recuerdo juvenil.

Leos Janáček dedicó la mayor parte de su vida a la dirección de coros, la enseñanza, y la etnomusicología, lo cual alimentó su interés por los patrones del habla y las inflexiones de la voz en función del contexto. En torno a sus estudios, desarrolló una teoría de la melodía-discurso, incorporando las fluctuaciones del sonido de las palabras a las líneas melódicas de sus composiciones. La enorme fuerza expresiva de su Sonata para violín y piano proviene en gran parte del empleo de estos recursos, junto con elementos nacionalistas checos que nos recuerdan a Smetana o Dvořák. Exceptuando el segundo movimiento, compuesto con anterioridad, la obra recibió su forma entre 1914 y 1921, si bien Janáček llevaba explorando el género desde su época de estudiante. La melodía-discurso da lugar a una música muy humana, en la que percibimos con facilidad los estados de ánimo; por ejemplo, el solo inicial nos sugiere gritos alterados, que sirven de germen para el resto del material de la obra. A lo largo de los cuatro movimientos, bellas líneas son interrumpidas con una sorpresiva violencia alusiva a la Iª Guerra Mundial. En el último movimiento se perciben dos ideas contrastantes, una melodía radiante y otra que el propio autor describió como la entrada de la armada rusa liberadora en Moravia. Ambas desaparecen paulatinamente dejando una tensión en la atmósfera reveladora del desastre.

Para paliar esa inquietud, escucharemos el Capricho Vasco Op. 24 de Pablo de Sarasate. Terminado en San Sebastián en agosto de 1880 y dedicado a Otto Goldschmidt, su publicación en Alemania en el mismo año nos da una idea de la importancia de nuestro violinista más internacional. La elegancia musical de Sarasate, su vibrato lujoso y su sonido argénteo –decían sus contemporáneos que su arco era ligero como las abejas sobre las flores- le llevaron desde las primeras lecciones con su padre hasta la cátedra de Delphin Alard en el Conservatorio de París, y después hasta lo más alto del violinismo de su época, haciéndole dedicatario de obras de Bruch, Wieniawski, Lalo o Saint-Saëns. El Capricho Vasco, una de sus piezas más conocidas, fue compuesto por Sarasate inspirado por unos versos de su hermana Paquita. Imbuido de elementos folklóricos vascones y navarros, está estructurado en dos secciones, la primera con un característico ritmo de zortziko, y la segunda, también con aire de danza, en que se exprimen las posibilidades técnicas y el registro del violín, empleando por ejemplo armónicos para imitar el sonido del txistu.

Y si Sarasate fue el violinista que puso la música española en los escenarios extranjeros, Jesús de Monasterio, quien pudo seguir el mismo camino, prefirió dejar huella en el panorama musical nacional, con una importancia mayor de lo que su nombre es conocido, recordado o reconocido. El violinista de Potes, niño prodigio formado por su padre, en las catedrales de Palencia y Valladolid, y en los conservatorios de Madrid y Bruselas, desarrolló una labor polifacética con la que contribuyó como nadie a la organización de la vida musical española de su época.
Director del Conservatorio de Madrid, creador de la Sociedad de Cuartetos, director de las orquestas del Teatro Real y de la Sociedad de Conciertos, y fundador de la sección de Música en la Real Academia de Bellas Artes, Monasterio contribuyó a la creación de una escuela española de violín, a través de su magisterio en el Conservatorio de Madrid y a la publicación de piezas didácticas. Pero tuvo además tiempo para dejar un pequeño legado como compositor, entre el que encontramos algunas piezas para violín y piano, editadas en su mayoría por la Fundación Marcelino Botín en colaboración con Música Didáctica. El Nocturno es la primera que compuso (Bruselas, 1852; revisado en 1874); obra de salón de corte clásico, deja a un lado la demostración instrumental y nos ofrece un lirismo refinado, envolvente, con un perfume inconfundiblemente decimonónico.

Irene Benito

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